Al verla en fotos y videos, Máxima parece encarnar el ideal de la felicidad. Siempre bella, elegante y con una sonrisa perfecta, nada parece un problema en su vida. Con un marido rey visiblemente enamorado, tres hijas que la enorgullecen, una suegra que la respeta, un sueldo de u$s 477 mil al año y un pueblo ajeno que la ama, uno se imagina que consiguió ese ideal de felicidad que es dormir sin miedo y despertar sin angustia. Sin embargo no hay vidas livianas, todas son difíciles de llevar. Máxima es reina pero también una mujer a la que la vida puso a prueba con la partida de dos personas significativas y amadas. Partidas que le atravesaron el alma y que lloró en privado porque, se sabe, las reinas no lloran.
Inés, un adiós inexplicable
Cuando María del Carmen Cerruti le anunció a Máxima que estaba embarazada, su hasta entonces hija menor respondió con su marca de fábrica: una sonrisa gigante, de esas que ocupan toda la cara y contagian alegría. Su madre había cumplido 40 años y su hija, 13. La hasta entonces más chica de la casa, lejos de sentirse celosa de la pequeña que llegaría, se alegró por agrandar ya de por sí su gran familia. Su padre había tenido tres hijas de un primer matrimonio con la escritora Marta López Gil (María, Ángeles y Dolores) y otros tres con María del Carmen Cerruti: Máxima, Martín y Juan. Como último miembro de la familia, Inés llegó el último mes del año: el 4 de diciembre de 1984.
Quizá por los años de diferencia, por instinto de protección o simplemente porque eran hermanas, Máxima construyó un vínculo fuerte y único con la menor de los Zorreguieta. No tenía problemas en cuidarla cada vez que sus padres se lo pedían. Si ellos debían cenar con amigos, Máxima se quedaba sin problemas. Seguramente le contaría cuentos, pero sobre todo cantarían juntas. Es que la infancia en Argentina no es infancia si no se cantó “El elefante Trompita”. Hace unos años trascendió un video donde sentada en el césped Máxima se lo cantaba a Alexia, seguramente recordando que alguna vez se lo cantó a Inés.
Dicen que cuando Máxima conoció al príncipe Guillermo, en 1999, Inés -que tenía 14 años- se convirtió en una suerte de confidente familiar de los amores y sueños de su hermana mayor. A su vez, Máxima intervenía cuando su hermana -como toda adolescente- se peleaba con su madre. Por eso, nadie se asombró cuando la eligió de dama de honor para su boda.
“Entre tantas expectativas, previsiones y visitas, la futura princesa le dedicó mucha atención a Inesita, su protegida, que en plena crisis de identidad lidiaba con unos kilos de más, una profunda timidez y una muy reciente pelea con su madre”, cuenta el libro Máxima, una historia real, de Gonzalo Álvarez y Soledad Ferrari. El libro también señala que Inés “Llegó a Holanda con un estudiado look dark, que horrorizaba a su madre y preocupó a algunos consejeros de la corona. Máxima, amable y tajante, advirtió que no se metieran con ella”.
Fue el año del casamiento de Máxima que Inés experimentó un cambio físico. Desde pequeña como tantas otras nenas tuvo sobrepeso y se sometió -por voluntad o presión- a distintas dietas y sesiones de ejercicios. En el 2002, a pedido de su mamá fue a un nutricionista y logró bajar varios kilos. Para la la boda de su hermana su figura era acorde a los estereotipos.
En la boda y pese a su timidez extrema llevó con seguridad y soltura la cola del traje de su hermana. Posó para las fotos y con 16 años cumplió perfectamente su papel, tanto que sorprendió a los miembros de la corona. Meses después, Máxima no dudó en viajar a Buenos Aires para estar presente cuando su hermana se recibió de bachiller bilingüe. Inesita había sido elegida Miss Simpatía por sus compañeros y estaba feliz. El 28 de noviembre de 2002 recibió el diploma y anunció que iba a estudiar Psicología. Máxima se quedó unos días en Buenos Aires descansando de su rol de princesa y disfrutando del de hermana. Con Inés fueron a algunos shoppings y a visitar familiares.
Cuando nació Ariadna, su última hija, eligió a su hermana menor como madrina. La felicidad de Inesita fue total y eso que en la ceremonia había 850 invitados, todo un reto para alguien con timidez crónica. De ese día son las pocas fotos públicas que hay de ella. Lució un tapado de shantung natural con bordado de hilos de colores en círculos y espejos con corte imperio. El detalle fue la boina roja que le daba un aspecto descontracturado pero chic. En las fotos se la ve sonreír con timidez pero también feliz de su rol de madrina.
Mientras tanto, sus problemas con el peso pasaron a ser obsesión, tanto que debió enfrentar un tratamiento por anorexia. Máxima la invitó a mudarse a Ámsterdam, algo que rechazó. Si conservar el bajo perfil en Buenos Aires era complejo, mucho más lo sería donde su hermana era princesa.
Inés estudió y se recibió de psicóloga en la Universidad de Belgrano. Sus problemas de salud seguían. Según se relata en Máxima, la construcción de una reina de Rodolfo Vera Calderón y Paula Galloni llegó a bajar veintitrés kilos y estuvo meses internada en una clínica psiquiátrica. Comenzó a trabajar en una empresa de recursos humanos. Pero necesitaba alejarse un poco de la Argentina y aceptó, como primer trabajo, un puesto en la oficina regional de la Organización de las Naciones Unidas en Panamá. Allí habría comenzado una relación con un joven, el vínculo no prosperó y eso la inundó de pena.
Volvió a Buenos Aires. A sus problemas de anorexia se sumó esa enfermedad que no sangra pero desangra: la depresión. Máxima volvió a pedirle que se mudara con ella esta vez a la Villa Eikenhorst, su hogar familiar, a 20 kilómetros de La Haya. No la convenció.
El 6 de junio de 2018, Inés no se presentó a trabajar, no atendió el teléfono. Su madre y una amiga ingresaron al departamento que ocupaba en Almagro. Inés había decidido terminar con su tristeza y su vida. Su madre se desvaneció de dolor.
El viernes 8 Máxima, con su marido y sus hijas vinieron a despedir a Inés. Los reyes suspendieron sus actividades oficiales. Un comunicado explicó que Máxima estaba “muy conmocionada y triste”. En el entierro no lloró en público pero conociendo el amor de su hermana por la música entonó dos canciones en inglés.
Dos semanas después retomó sus compromisos. “Mi pequeña, dulce y talentosa hermana Inés también sufría de una enfermedad. No pudo encontrar felicidad. Y no pudo curarse. Es un pequeño consuelo saber que finalmente ha dado con algo de paz”, expresó apenada pero contenida.
Al tiempo debió cancelar una gira. Se informó que era por problemas intestinales quizá solo era por una tristeza infinita que no podía mostrar.
El padre presente pero obligado a estar ausente
Fue el que le enseñó a nadar. La sostenía a flote con su mano y dejaba que ella hiciera las brazadas. Fue el que la hacía reír a carcajadas con sus torpezas. El que en una misma noche interrumpía un concierto porque se le incendiaba el pantalón y el rato tiraba una fuente de sopa arriba del vestido de la anfitriona. Fue el que la apoyó cuando a los 25 decidió marcharse a Nueva York. Fue el que le enseñó a manejar, a encontrar alegría en la música pero sobre todo el que le enseñó a valorar la familia y la amistad. Fue su padre adorado y sin embargo al que le dijo “no” para poder pronunciar el “sí” más importante de su vida.
La historia es conocida. Jorge Zorreguieta había sido funcionario en la dictadura. Y Holanda, el país más democrático y libre del mundo (el primero en aprobar los matrimonios homosexuales, la venta de drogas, la prostitución en vitrinas…) puso un límite: el respeto a los derechos humanos.
La cuestión se convirtió en un problema de Estado. Haber formando parte de una dictadura que violó sistemáticamente los derechos humanos no era menor y el Parlamento había dado pruebas contundentes de que no aprobaría la boda. Se encontró una fórmula intermedia que pareció conformar a los parlamentarios y a la Casa Real.
Una comisión del gobierno holandés viajó hasta Buenos Aires para exigir a Jorge Zorreguieta, la firma de un documento por el que se comprometía a no presenciar la boda de su hija. “Como padre de la novia tengo todo el derecho de asistir a la boda de mi hija”, exigió. Finalmente cedió ante el pedido expreso y personal de su hija. Cuentan que Máxima lloró cuando habló con su padre.
El 2 de febrero de 2002, Máxima se unía al hombre que amaba pero para eso había tenido que renunciar a la presencia de otro hombre amado: su padre.
El 30 de abril de 2013, Guillermo fue coronado rey. En uno de los días más importantes de su vida, Máxima otra vez tuvo vedada la presencia de su padre.
“Era evidente que mi padre no vendría. Se han cerrado acuerdos y éste es un evento constitucional donde mi marido se convertirá en rey y mi padre no tiene que estar”. Ese “acuerdo” indicaba que la Corona estaba por sobre sus sentimientos. Por el pasado de su padre, no podía compartir ni el presente ni el futuro de su hija. Solo podía estar presente en los actos privados. Y eran esos momentos, cuando Máxima no era reina pero volvía a ser hija que se disfrutaban. Podían ser una vacaciones en el sur o en viajes de sus padres para visitarla.
Zorreguieta mantuvo a rajatabla el silencio impuesto a todo lo referido a su hija. Solo una vez luego del casamiento y coronación habló con una publicación alemana y dijo “Estoy tan orgulloso de ella”. También contó que su hija lo llamó por teléfono el Día del Padre, y que “hablaron largamente”. Esta cronista recuerda la vez que tuvo que “correrlo” para lograr una declaración por el primer embarazo de Máxima. La alegría lo inundaba, se notaban sus deseos de hablar y contar que sería abuelo pero no pronunció palabra, solo soltó una carcajada cuando le pregunté si el niño por venir sería “De Boca o del Ajax”.
En 2014 Zorreguieta fue internado por una enfermedad oncohematológica. Su hija canceló todos los compromisos de su agenda y llegó a Buenos Aires para acompañarlo. Estuvo 36 horas en las que casi no se despegó de su lado. Su padre mejoró pero su salud siguió débil.
En 2017, tuvo una recaída. Máxima se enteró mientras estaba de vacaciones en Grecia y lo primero que hizo fue ir a nadar. Es que el mar le recordaba esa mano firme que, cuando era pequeña, la ayudaba a flotar. No dudó en viajar rápidamente hasta Buenos Aires para acompañarlo junto a su madre y hermanos. Su estancia estaba programada para dos días, pero, conociendo el delicado parte médico, decidió permanecer junto a él hasta el último momento. El 8 de agosto de 2017, a los 89 años, Zorreguieta falleció. Su hija no se separó de él.
Para despedirlo en el cementerio, Máxima y su hermano entonaron “My way” y “What a wonderful world”. En las fotografías de ese día se puede ver a Guillermo Alejandro lejos del su lugar de rey pero muy cerca del lugar de compañero de vida.
El lunes, Máxima cumple 50 años. Se la verá con esa sonrisa tan característica que la ayudó a ganarse a los holandeses desde el primer día. Recibirá regalos y saludos protocolares, pero también abrazos de los que la quieren real y no reina. Seguramente en algún momento recordará a ese padre y a la hermana que tanto amó. Esconderá una lágrima y seguirá adelante. Porque las reinas no lloran, los corazones sí.
Infobae