Resulta inevitable que al acercarnos al nombre de Eva Perón, surja el encontrarnos con una definición categórica de lo que significó su accionar en aquel período inicial del Peronismo, que lo podemos sintetizar en una sola expresión: Justicia Social. Hoy, ese concepto modernizado, nos hablará de inclusión, de solidaridad, de reconocer al otro como una parte esencial de la composición humana como sociedad. Pero, en aquellos años anteriores significó una profunda revolución para los sectores que venían postergados y excluidos de una vivencia digna. Representó la contundente conceptualización del crecimiento y del desarrollo que llevó adelante Juan Domingo Perón: “la posibilidad de que cada uno se realice en un sociedad que se realiza”.
El tiempo de Evita fue exiguo; tenía fecha y hora perentorios de conclusión. Sin embargo su gesto histórico fue arrollador, sin descanso, impregnado de intensidad. La regulación de la urgencia lo establecía la necesidad y el reclamo de un pueblo ansioso por pertenecer e integrarse, de sentirse parte de una reconstrucción social, que resultó emblemática por su dimensión y sus logros.
Ese pueblo que se sintió reconocido, se ahogó en un llanto doloroso y sin final aquella noche, plena de toda la oscuridad e incertidumbre que profesa la muerte, de aquel 26 de julio de 1952.
Quedó eterna su memoria, engarzada en el bronce inquebrantable del corazón y el cariño de los humildes, de su pueblo peronista, y en la inmortalidad de un trazo breve, reconocido como símbolo de su amor y de su entrega, intacto, imborrable: ¡EVITA!