Evita, emoción y sentimiento. A Las 2O y 35 horas del 26 de julio se cumplirán 71 años de la “entrada en la inmortalidad”, -como Lo decían las emisoras radiales de entonces-, de María Eva Duarte de Perón.
A la distancia de aquel acontecimiento podemos caer quizá, en la rememoración simplista que nos señala el anecdotario, en cuanto a la sensibilización excesiva de un ícono, enmarcado sobre la épica de una historia llanamente destacada, o bien, podemos ingresar en la evocación naturalmente pura, sacralizada desde la perdurable sensibilidad popular, que comprende plenamente cuando un destino irrenunciable es asumido enteramente, a destajo, casi como una oblación sin alternativas, con la que sólo a los elegidos premia la vida. A quiénes elige el Fuego Sagrado para desarrollar un protagonismo unificado por la oportunidad y por el tiempo, construido por el inescrutable determinismo de lo histórico.
Una frase de su libro, “La razón de mi vida”, resume su certeza en cuanto a la aceptación de ese designio: “Cuando elegí ser «Evita» sé que elegí el camino de mi pueblo”. El resto de las posibles prerrogativas con las que las circunstancias la rodearon, se encolumnaron detrás del de “Evita”, el que le dio el aura que la perpetuó en el sentimiento de los humildes, de sus “cabecitas negras”, adjetivo societario que pasó a constituirse en el calificativo meritorio de aquellos que, pasaron de la denigración excluyente, a ser los intérpretes de la inmensidad de la nomenclatura más enaltecida de lo popular.
Evita fue “una gran constructora de dignidad, a partir de un profundo compromiso con los más humildes y dejó muestra, a cada paso, de una gigantesca vocación de servicio”, en palabras de Néstor Kirchner. Esa fue su misión relevante en lo social. Llevó a “sus descamisados”, a “su pueblo”, a través de la valoración del trabajo a ser los “actores centrales de una revolución necesaria; su sujeto político por excelencia”.
Tuvo siempre en claro su rol junto a Perón, a quien consideraba “su maestro”. Dirá en otro tramo en La razón de su vida: …”nos quisimos porque queríamos las mismas cosas. De distinta manera, los dos habíamos deseado hacer lo mismo: él sabía bien lo que quería hacer; yo, por solo presentirlo; él, con la inteligencia; yo, con el corazón; él, preparado para la lucha; yo, dispuesta a todo sin saber nada; él, culto y yo, sencilla; él, enorme, y yo pequeña; él, maestro, y yo, alumna. Él, la figura y yo, la sombra”. Imagen inmejorable de la simbiosis que los configuró para llevar adelante, durante una etapa exigua de su vida, lo que el escritor Félix Luna catalogó como “cuando la Argentina era una fiesta”, parábola precisa y elocuente de un proyecto de Nación que bregaba por la inclusión dentro de una sociedad más justa para el bienestar de todos.
Fue el acaecer de una actitud que pudo reconciliar, después de una larga década, la política con la sociedad. En esa conjunción Evita aportó el sentido que da la comprensión de cada hecho para la respuesta eficaz sobre lo urgente, transformando la limitación de la dádiva en promoción humana y la organización en contundencia de gestión, en oportunidad absoluta.
Evita seguirá volviendo, no importa si es en cien, miles o en millones, como lo expresan las estrofas del poema de José María Castiñeira de Dios: seguirá volviendo para reencarnarse en su más excelso cometido, cada vez que la política sea constructora de dignidad.