Vivió apenas 27 años, pero los últimos cuatro le alcanzaron para producir una revolución desde el instrumento y desde la intención de fundir el rock y el blues más sucios con la pura psicodelia de los ’60.
“Quiero hacer música tan perfecta que se filtre a través del cuerpo
y sea capaz de curar cualquier enfermedad”
El deseo no mutó en realidad para Jimi Hendrix. Poco después de hilvanar semejante frase durante una de las últimas entrevistas que dio a la prensa, murió. Fue el viernes 18 de septiembre de 1970. La versión “oficial” es que se ahogó en su propio vómito, camino al hospital. Que eso ocurrió por la impericia de unos enfermeros que lo pusieron boca arriba en la ambulancia, tras
Un paracaidista sobre Londres
Lo del Hendrix paracaidista opera como metáfora propicia para comparar con su llegada a Londres. Nadie absolutamente lo conocía cuando aterrizó en tierras británicas, precisamente como el paracaidista que había intentado ser en el ejército de Estados Unidos. Chas Chandler, bajista de The Animals, lo había escuchado tocar “Hey Joe” en el “Cafe Wha?” del Village -ese que solían frecuentar Bob Dylan, los Beatles y los Stones- y se la jugó entera por él. Tanto se la jugó que dejó su puesto en la banda de Eric Burdon y se convirtió en representante, productor, confidente, protector y amigo de ese anónimo guitar hero de 23 años. Le pagó los pasajes de ida. Lo vistió. Lo alojó en su departamento. Y le dio de comer, al punto que el mundo le debe a Chandler el hecho de que ese genio haya salido de la lámpara. También a Linda Keith, la mujer de Keith Richards que lo fogoneó tras verlo tocar con los Squires, en el The Cheetah Club. Y luego a Noel Redding y Mitch Michell, claro, que pronto se convertirían en la base rítmica de la Jimi Hendrix Experience.
El debut del fulminante trío fue a mediados de octubre del ’66, en el Novelty de Evreux, París, como telonero del cantante Johnnie Hallyday, y tuvo buena recepción. Pero para que la suerte del principiante no fallara en Londres, los finos ingleses tuvieron que ver a Hendrix arremolinar con su tormentoso sonido la escena del “Scotch of St. James”, en el premonitorio concierto de diciembre de 1966. El rock and roll expansivo, fuerte y hechizante del cherokee obnubiló miradas, oídos y cuerpos. Y ya no hubo forma de frenar el volcán sonoro que manaba de su guitarra zurda, esa que haría trastabillar el liderazgo del mismísimo dios blanco del blues, Eric Clapton, que lo “sufrió” en carne propia cuando lo vio tocar “Killing floor”, durante un concierto de Cream en la Universidad de Westminster.
En el tiempo que demora una nube pasar, Hendrix se transformó en el rey negro del blues blanco a través de hitos que se fueron concatenando. Primero el de noviembre del ’66, cuando John Lennon, Jeff Beck, Pete Townshend y Kevin Ayers, entre otros, quedaron impávidos antes sus inauditos trucos en el Bag O´Nails de Londres. Después, a comienzos del año siguiente, cuando el tipo prendió fuego la viola en el Astoria de Londres. Luego, claro, esos dos discos en hilera (Are you Experienced y Axis: bold as love) que devendrían determinantes para el acid rock salvaje, a cuatro canales, que marcó a fuego el año ’67. El talante revolucionario de temazos como el nostálgico “Spanish Castle Magic”, la bellísima “Little Wing”, “May this be love”, o esa oda a la danza indígena llamada “Castles made of sand” (algunos de ellos inspirados en lo que escuchaban Hendrix y Chandler en sus cotidianas recorridas por los pubs de londinenses) fueron nodales. Tanto que, de ser un poco conocido profeta en su tierra, Jimi pudo volver a Estados Unidos como un campeón. El Monterey Pop, festival en el que participó gracias a lo densos que se habían puesto Paul McCartney y Brian Jones con los organizadores, cayó rendido a sus pies cuando, hacia el final de su parte, el abismal y estrafalario violero volvió a inmolar su guitarra en fuego.
Amante negro, mujeres blancas
Eso del amor de Hendrix por las mujeres blancas no quedó en la anécdota escolar. En la tapa de Electric Ladyland (1968) hay alguna que otra bella mujer negra en el fondo, pero las que ocupan casi todo el foco central de la imagen son de esas rubias pulposas, desnudas, que probablemente Jimi trataba como a su guitarra… como un péndulo entre ternura y salvajismo. Sus inclinaciones sexuales, al contrario de ese mal trago que había tenido que pasar en el colegio, eran bienvenidas por las chicas de Carnaby Street. Tanto que la mala idea de castigar el atrevimiento iconográfico, a fuerza de censurar sus discos en algunos medios o en disquerías, no hizo más que aumentar el tenor de las fantasías sexuales colectivas, en una época que precisamente se esperaba y buscaba eso: la transgresión de hábitos y costumbres… el rechazo visceral a la moral victoriana.
En lo musical, Electric… ratificó lo que sus seres más cercanos sabían: el obsesivo apego de Hendrix al trabajo en estudio que lo llevaría hacer un show tras otro para bancar la construcción del suyo propio: el Electric Lady. Nadie podía entender los sonidos que el tipo le sacaba a su guitarra, así fuera a fuerza de tener que repetir treinta veces la toma de un solo. O de manipular el pedal wah-wah, los distorsionadores y las cajas de efectos cuantas veces quisiera. O de redimensionar el sonido a través de una pared de Marshalls al palo. O de improvisar riffs hasta parir lo desconocido. Cierto es que el minucioso trabajo en estudio venía de los discos iniciales –basta con escuchar el trabajo de guitarras al revés que implementa Jimi en “Are you Experienced?”, o el panning envolvente de “Exp”, por caso- pero fue en Electric Ladyland donde la perfección en estudio alcanzó su cenit. El trabajo de su voz en “Crosstown Traffic” no se puede creer. Tampoco cómo habla esa guitarra al comienzo de “Stil raining, still dreamin”, o la mística pieza que dedicó a su madre cherokee: “Gypsy eyes”.
El disco también significó llevar a cabo entre cuatro paredes un hábito que el guitarrista siempre había tenido los bares y sucuchos en los que se hizo: el de tocar tanto con conocidos como con desconocidos. Así fue que Jack Cassidy, bajista de Jefferson Ariplane, y el mismísimo Steve Winwood al órgano, lo ayudaron a sacar, a pura zapada, la imponente “Voodoo Chile”.
Retorno a las raíces
Los comienzos negros en Nueva York, en tanto, retornaron a la vida de Hendrix a mediados de 1969. En plena hechura del blusazo llamado “Lover man”, el reconvertido “Stone free” o la enérgica versión de “Bleeding Heart”, el clásico de Elmore James (temas que irían a parar al póstumo Valleys of Neptune), Jimi se distanció a las piñas de Redding. Al punto de jamás volver a juntarse con él, después del accidentado concierto en el Denver Pop Festival de junio del ’69. La relación entre ambos venía resquebrajándose desde las agitadas
sesiones de Electric…, cuyo constante pulular de gente desconocida por el estudio (eso que muchos llamaban “circo”) terminó por colmar la paciencia de Redding. Tal situación, más algunas presiones de organizaciones activistas por los derechos de los negros, definieron la separación del grupo.
El efecto inmediato, claro, fue que Jimi se volvió a pintar de negro. Primero armó la Gypsy, Sun & Rainbows, con dos percusionistas afrolatinosos (Juma Sultan y Jerry Vélez); su viejo amigo del ejército, Billy Cox; el mismo Mitchell y otro amigo suyo que tocaba la guitarra rítmica: Larry Lee.
Tal fue la banda con que se presentó en la mañana del cuarto día de Woodstock, ante treinta mil de las 400 mil personas que habían asistido, y la que lo acompañó hasta que dos de ellos (Lee y Vélez) decidieron irse, obligando a Hendrix a retornar al formato trío, junto a dos de su color: el mismo Cox y Buddy Miles en batería. La Band of Gypsys que grabó el epónimo disco en vivo (registrado el último día de 1969 en el Filmore East) en el que todos los géneros negros con acento en el soul confluyeron en una psicodelia radicalmente distinta a la conocida hasta entonces.
El ambiguo entendimiento entre Hendrix y el irregular Miles, sin embargo, terminó obstruyendo la continuidad del grupo, y 1970 reencontró a Jimi con Mitchell. De todas formas, no fue mucho lo que pudieron hacer, más allá de parte de lo que iba a ser otro disco doble (First rays of the new rising sun) o arrimar algo de rabia al festival de la Isla de Wight. Meses después del reencuentro con Mitch, la muerte sorprendió a Hendrix. Era como si la recuperación de su ciclo vital, pulsión de vida, se mezclara irremediablemente con su opuesto, dado por un complejo combo de drogas, viejos vacíos portadores de angustia, y descontrol.