Con muchas fechas posibles para ser elegidas dentro de un contexto donde las efemérides son numerosas, tal es el caso del mundo del cine en este caso particular del argentino, resultó oportuno que cada 23 de mayo, se festeje el Día del Cine Nacional, el primer registro de ficción de la producción argentina del período silente.
De alguna forma, y para ser precisos, el cine argentino había nacido algunos años antes, en el epílogo del siglo 19, con obras principalmente cortas, en su mayoría de carácter documental y todas silentes, y ya a principios del siglo siguiente con una impresionante respuesta de un público cada vez más ilustrado, en el prólogo del que sería el primer Centenario de la patria, cuando se conocieron «El fusilamiento de Dorrego» (1909), «La Revolución de Mayo» (1909) y «La creación del himno» (1910), las tres piezas cortas de Mario Gallo, el gran arquitecto del primer corpus filmico recreador de distintos momentos del pasado argentino con siete memorables obras en torno a esa primera gran conmemoración, cuadro vivo según una iconografía pictórica plasmada localmente en relación a los sucesos referidos.
Seis años después, tuvo relevancia el estreno de «Nobleza gaucha» (1915), que mezcla los paisajes camperos con los urbanos. El largometraje que tuvo un costo de 20.000 se multiplicó por 40 en sus 20 salas de estreno, y fue exportado a España, donde abrió camino al futuro de la producción local en Europa. Su título sirvió, además, para un tango de Francisco Canaro y como marca de una yerba mate, así como «entraña la primera tentativa de búsqueda de organicidad en pos de una industria cinematográfica local», tal como señaló en 2001 el historiador y crítico Jorge Miguel Couselo, en la revista Film Online.
Habría de pasar más de una década para llegar al 27 de abril de 1933, hace ya 88 años, cuando en la sala del cine Real de la calle Esmeralda al 400 casi esquina Corrientes (hoy un garage), y bajo los caireles de la araña de su foyer se reunieron los fundadores de la recién nacida Argentina Sono Film y un puñado de figuras de la escena y de la música porteña para festejar el estreno de «Tango!», el primer largometraje enteramente sonoro, que permitiría al cine argentino aprender a hablar con nuestro acento.
Desde aquella primera aventura sonora la cosa cambió por completo, no sólo con la monumentalidad de Sono Film, un estudio construido en escala hollywoodense, al que siguió de inmediato Lumiton con «Los tres berretines» (1933), de Enrique T. Susini, uno de los «locos de la azotea» pionero de la radiofonía, el largometraje que habiendo costado 18.000 superó el millón en la taquilla, dinero con el que, en Chicago, se compraron nuevas equipamientos y con el que seguirían produciendo hasta principios de la década del 50 cuando cerró sus puertas.
A esos dos estudios se sumaron General Belgrano Pampa Films, Side, Mapol, EFA, Buenos Aires y Cinematográfica Cinco, que lejos de la Segunda Guerra Mundial, con el aporte de cineastas argentinos, como el ya conocido Soffici, Francisco Mújica, José Agustín Ferreyra, Manuel Romero, Leopoldo Torres Ríos, Luis Moglia Barth y también de algunos que cruzaron el Atlántico como los francesesDaniel Tinayre o Pierre Chenal, emprendieron grandes obras de diversos géneros que competían de igual a igual con el cine de los principales centros productores mundiales y superaban en cantidad y calidad al de todos los países de habla hispana.
Habría de ser Lucas Demare, con la fundación de Artistas Argentinos Asociados y el estreno de «La guerra gaucha» (1942), quién daría el puntapié inicial, poco antes de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, para el inicio de la etapa de la gloria, una curiosa simbiosis entre la cultura nacional y popular y el cine industrial, alejada de temáticas foráneas, que desató el ataque de los centros de producción de los Hollywood, una situación que forzó al Estado a tomar la decisión de establecer una normativa de control llamada «cuota de pantalla» y así proteger a la industria en expansión, cosa de permitir un juego limpio, una relación más transparente y en iguales condiciones entre quienes ofertaban y los que demandaban.
El cine argentino se pobló de adaptaciones de literatura nacional también de la extranjera, con autores como Lugones, Henrik Ibsen, Miguel Cané, Eliseo Montaine, Calderón de la Barca, Domingo Faustino Sarmiento o Joracy Camargo, aquel de la pieza teatral que inspiró «Dios se lo pague» (1948), de ese gran cineasta que fue Luis César Amadori, que puso en boca del actor mexicano Arturo de Córdova, algunas frases memorables que suenan a metáfora de la realidad social que se vivía en la Argentina de 1948, el mejor momento del peronismo gobernante al que suscribía el cineasta, y el que motivó su exilio tras el golpe militar de 1955.
La Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, que todavía no había establecido su premio a mejor película hablada en idioma extranjero, la eligió junto a la mexicana «Río escondido», la danesa «Dies Irse», la Italiana «Paisa» y la francesa «Monsieur Vincent», para competir por un diploma que finalmente se llevó la última.
Si hay películas para elegir como emblemáticas para el cine nacional también podrían ser «La muerte camina en la lluvia» (1948), de Carlos Hugo Christensen, tan obra maestra como el resto de sus largometrajes en la Argentina, o «Apenas un delincuente» (1949), que le sirvió a su director Hugo Fregonese como pasaporte para su posterior carrera en Hollywood.
En la década del 50 también nace el cine comprometido con su tiempo como lo fueron «Surcos de sangre» (1950), o «Las aguas bajan turbias» (1952), las dos de Hugo del Carril, la segunda y a pesar de que el director militaba el peronismo, cuestionada por la ideología comunista del autor del relato -Alfredo Varela- en que estaba basada, una primera aproximación al cine como reflejo de polémicos conflictos sociales que tuvo su ejemplo mayor en «Pobres habrá siempre» (1954), de Carlos Borcosque, una película que el peronismo previo al golpe del 55 consideró «demasiado comunista» y qué la autodefinida como Revolución Libertadora, definió como «demasiado peronista», postergando su estreno varios años.
En ese proceso en el que se derrumbaron varios estudios cuyos hangares tuvieron diferentes destinos, varios convertidos en sets televisivos, se destacó «Rosaura a las 10» (1959), de Mario Soffici según el extraordinario relato de Marco Denevi, rodada en AlexScope, la versión criolla del Cinemascope pero en blanco y negro.
El cine de la década del 60 pudo compartir el cine de un ya maduro Leopoldo Torre Nilsson listo para sus primera etapa con grandes obras, con las aspiraciones artísticas y a la vez comerciales de Aries, comandada por Fernando Ayala y un más joven Héctor Olivera, o las eróticas a la criolla de Isabel Sarli, con los pujantes jóvenes cineastas de la luego conocida como Generación del 60, la que tomaba como modelo la «nouvelle vague», con su nueva mirada en escenarios reales. Mientras el país se debatía una vez más entre proscripciones políticas y enfrentamientos entre bloques militares un grupo de cineastas de diferentes orígenes intelectuales y clases sociales dieron forma a un conjunto de individualidades.
Surgieron cineastas muy independientes como Fernando Birri con «Tire Die» (1960) y «Los inundados» (1962), Simon Feldman con «Los de la mesa 10» (1960), David José Kohon con «Prisioneros de una noche» (1962), José Martínez Suárez con «Dar la cara» (1962) y Manuel Antin con sus varias versiones de Julio Cortázar.
Pero sin lugar a dudas el más relevante por su compacta pero homogénea obra fue Leonardo Favio con «Crónica de un niño solo» (1965), quien comenzó una carrera cinematográfica como resultado de años como actor de cine y que alternó con su pasión por la canción popular, ofreciendo poco más que media docena de obras maestras entre ellas «Juan Moreira» (1973), un desgarrador poema acerca un mítico antihéroe que coincidió con el inicio de uno de los períodos más complicados, -y aún hoy no resueltos- de la historia nacional.
En 1966 distintas fuerzas sociales se organizan y consensuan diversas estrategias de resistencia, teniendo lugar el inicio y la potenciación de prácticas clandestinas de rodaje, distribución y exhibición tanto de los filmes que se adscriben a esas prácticas militantes como también algunos otros de circulación convencional pero que ofrecían una compleja y curiosa caracterización del extraño momento político. La recuperación de la vida democrática será tan fugaz como transitoria operando de antesala para el advenimiento de la dictadura más sangrienta que haya sufrido el país.
Tras ese preludio que comenzó con «La hora de los hornos» (1968), de Fernando Solanas y que marcaría el inicio de la cuenta regresiva con la ya citada obra de Favio, la versión de «La tregua» (1974), firmada por Sergio Renán y la muy desafiante «La Patagonia rebelde» (1974), de Héctor Olivera, marcaron dos momentos culminantes.
A pesar de todo, desde 1976 surgieron nuevos nombres que se las ingeniaron, como solo los artistas pueden hacerlo, para decir todo aquello prohibido a su manera, superando la estrecha mentalidad de los censores de turno, como lo hicieron Alejandro Doria, Adolfo Aristarain y María Luisa Bemberg, que desafiando al machirulismo de entonces títuló a su segundo largometraje «Señora de nadie» (1982).
El cine argentino que por décadas no había sido permeable a nuevos directores comenzó a abrir las puertas, y el apoyo oficial del que dependía hace un largo rato comenzó a romper con elitismo, lo hizo por ejemplo al respaldar nuevamente a Bemberg esta vez con «Camila» (1984), la segunda película nacional candidateada al Oscar, tocó por primera vez el tema de la guerra con «Malvinas historia de traiciones» (1985), de Jorge Denti y la dictadura con «La historia oficial» (1985), de Luis Puenzo (años después autor de la injustamente ninguneada versión de la premonitoria «La peste», de Albert Camus en la que participaron varios países), merecido primer Oscar argentino, volvería al éxito comercial de la corrosiva «Esperando la carroza» (1985), de Doria y no aceptaría fácilmente la revulsion cristalizada en la valiosísima colección de Jorge Polaco, acosado y atacado desde distintos flancos, la misma última década del siglo 20 en la que surgió la figura de Tristán Bauer con «Después de la tormenta» (1990), y varios documentales memorables para finalmente, ya en 2005, sorprender con «Iluminados por el fuego», su visión de la Guerra de Malvinas
El Nuevo Cine Argentino surgió con la puesta en vigencia de nueva ley de cine, al mismo tiempo que «Pizza, birra, faso» (1996), de Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano y «Mundo Grúa» (1999), de Pablo Trapero, la primera en la esperada vuelta del Festival de Mar del Plata, la segunda en el sorprendente primer Bafici; «Nueve Reinas» (2000), el primero de los dos únicos largometrajes de Fabián Bielinsky, «La ciénaga» (2001), de la disruptiva Lucrecia Martel y Juan José Campanella con su puñado de buenas experiencias mainstream’ que lograrían el pico máximo con «El secreto de sus ojos» (2010), segundo Oscar para el cine argentino.
La primera década del siglo 21, aportó sorpresas variopintas, como las de Pablo Fendrik, Daniel Burman, Lucía Puenzo, Fernando Spiner, Paula de Luque, Mariano Llinas, Gastón Duprat y Mariano Cohn, Santiago Mitre Benjamín Ávila, Luis Ortega y la lista sigue.
Y la segunda década, partida al medio, fue en subida sostenida para luego alcanzar una meseta, en la que con idas y venidas se conocieron algunos títulos muy recortables, por ejemplo «El estudiante» (2011), «La patota» (2015) y «La cordillera» (2017), los tres de Santiago Mitre, y de Ortega «El ángel» (2018). Pero por suerte no son los únicos.
Se trata de una nomina que sigue y sigue con nuevos nombres a pesar del paréntesis que se abre en marzo de 2020 con la odisea que todavía atraviesa el mundo, sea al este o al oeste, al norte o al sur, un colapso imprevisto que coincide (valga la paradoja) con la avalancha de las plataformas digitales que sumergen (encierran) al espectador dentro de las paredes de su propio hábitat, rompiendo con la tradición de comunión que el cine había convertido en costumbre y rutina por más de un siglo en templos (salas), superando vaivenes de todo tipo, incluso los que en los últimos décadas del siglo 20 aportaron el home video/DVD y la televisión por cable.
Todo se estaba en plena transformación cuando de golpe algo forzó la puerta, abofeteó a los presentes, y abrió una caja de Pandora que todavía no logra cerrarse del todo. En esta crisis tanto del espectador como del sistema de producción y exhibición, todavía no hay ni vencedores ni vencidos, sin embargo sí una gran expectativa por lo que habrá de ocurrir apenas las aguas se calmen.
La creatividad sigue viva y de nada sirve bajar las banderas antes de tiempo. Es necesario observar con atención la mitad llena (con mensajes al futuro) de la botella arrojada al mar, y pensar -con absoluta convicción de lo que se piensa-, apasionadamente, que más de un siglo de historia no fue en vano, y que el mejor cine es el que todavía no se hizo.
Telám