Para liberarse de las obligaciones y de la rutina. Para buscar descanso, salud o felicidad. Para celebrar el ocio, la cultura, la libertad. Las vacaciones, tras las conquistas sociales, forman parte de un digno vivir y son una tradición bien ganada en la Argentina, aunque la pandemia no de respiro. Fotos: Archivo General de la Nación.
Tal vez viajar sea una forma de olvidarse de uno mismo. Armar una valija con una porción de nuestras cosas, partir hacia un lugar que será nuevo de una u otra forma, hallar un tiempo de ociosa felicidad. Las vacaciones cortan las amarras que sujetan al cuerpo al hacer productivo. Entonces, pueden parecerse a la auténtica libertad.
Adriano (76-138 D.C.) se hizo construir una villa en Tívoli, en las afueras de Roma, para “escapar” de la Ciudad Eterna, mientras los romanos se iban cada vez que podían de la capital del Imperio, hartos de la malaria y de otras enfermedades.
Lo mismo hacían las elites medievales para huir de las pestilentes ciudades europeas; los clérigos de distintas creencias en busca de un lugar apropiado para orar y recogerse; los aristócratas y artistas del Renacimiento en pos de viajes “turísticos” y “culturales”.
Si bien “tomar vacaciones” (del latín vacatio, que refiere al descanso de una actividad habitual) o “hacer turismo” son ideas modernas, desde hace por lo menos 2.000 años hombres y mujeres se las ingenian para romper las ataduras de la rutina y la repetición. Ya sea de en busca de descanso, salud o atribulada maravilla.
Con la llegada del Estado moderno las vacaciones comenzaron a incorporar más y más participantes, dejando de ser un privilegio de las elites de los siglos XIX y XX hasta convertir al turismo en el segundo sector de mayor crecimiento de la economía mundial del siglo XXI, solo detrás de la producción de manufacturas.
A pesar de que hoy bajo las sombrillas el bronceador compite con el alcohol en gel y de que se pasea por las serranías con tapabocas, “irse de vacaciones”, “hacerse una escapada” o simplemente “rajarse unos días algún lado” sigue siendo tan indispensable como la mejor vacuna.
En el mundo moderno las vacaciones comenzaron siendo un privilegio de los ricos. Eran ellos quienes disponían del dinero para pagarlas. Podían transportarse a orillas de mar, a la campiña o allí donde el clima fuera más benigno para la salud o el esparcimiento.
Eso hacían, por ejemplo, los aristócratas y burgueses ingleses en el siglo XVIII, que viajaban hacia la Europa continental escapando al invierno gélido y húmedo de las islas británicas.
Los viajes comenzarán a ampliarse a partir de las primeras décadas del siglo XX, con el nuevo paradigma que operará el capitalismo, fundamentalmente occidental y urbano, respecto a los trabajadores.
La mano de obra debía ser cuidada para garantizar su vigencia y productividad. Los trabajadores alienados por la rutina y la repetición que Charles Chaplin inmortalizó en “Tiempos Modernos” fueron incorporados al consumo masivo. Se sancionaron leyes para protegerlos y surgió un tipo de Estado (el Estado de Bienestar) que además las hacían cumplir.
“Las vacaciones pagas en Argentina presentan antecedentes en la década del 30 con la sanción de la ley 11.723, a través de la cual se introdujeron medidas protectoras importantes para los trabajadores, aunque solamente alcanzaban a quienes se desempeñaban en el sector comercial”, recordó el abogado laboralista Juan Pablo Chiesa en una columna publicada en Télam.
El letrado recuerda que las vacaciones pagas para el conjunto de los trabajadores llegaron a través del Decreto 1740/45 del 23 de enero de 1945, cuando “la Secretaría de Trabajo y Previsión a cargo del coronel Perón establece el derecho a gozar de un período de vacaciones pagas a los trabajadores de todos los sectores”.
Las vacaciones pagas se convirtieron así en un derecho. Pocos años después serían incorporadas a la Constitución Nacional de 1949, sancionada durante el primer peronismo, y se mantendrían cuando esta fue derogada, a través del artículo 14 bis de la Carta Magna sancionada en 1957.
Irse de vacaciones se transformó en un hecho social. A medida que el bienestar económico se redistribuía se incorporaban nuevos estractos de la sociedad a la posibilidad de un descanso anual.
Disponer de tiempo libre de las obligaciones laborales, al menos durante un período limitado, trasnformó la vida familiar y comunitaria. Con el paso de los años el turismo se convirtió en un actor económico fundamental en todo el mundo.
A ello colaboró la acción decida de los estados nacionales, que diseñaron políticas específicas para los sectores de la población que se sumaron a la posibiidad de vacacionar. En el caso de la Argentina, también los sindicatos jugaron un rol protagónico a través de hoteles y predios destinados al descanso de sus afiliados.
A partir los años 50 del siglo XX el desarrollo de los medios de comunicación y transporte “acortaron” el tiempo y las distancias. La multipliación de rutas, la fortaleza de la red ferroviaria y el uso generalizado del automóvil jugaron un rol clave, al décadas más tarde se sumó de manera masiva el transporte aerocomercial.
Incluso las denominadas guías turísticas formaron parte de este fenómeno. Desde la famosa guía Michelín, creada en Clermont-Ferrand (Francia) ya en agosto de 1900 por la fábrica de neumáticos del mismo nombre, hasta las míticas guías y cartografía desarrolladas por el Automóvil Club Argentino e YPF en nuestro país. Todas surgidas para estimular el uso del automóvil y la actividad turística.
“Cuando comenzaron a surgir los balnearios en las playas argentinas, a fines del siglo XIX, eran una copia de los balnearios franceses e ingleses, como Bristol, Biarritz o los de la Costa Azul”, relata el historiador Felipe Pigna.
Las vacaciones en el mar se convertían así en una marca de identidad, de estatus social y en sinómimo de descanso y esparcimiento para los argentinos casi desde los primeros pasos de nuestro país como Nación. Mar del Plata, o la “Ciudad feliz”, fue el primer gran símbolo de aquel fenómeno.
Pero no fue la costa atlántica bonaerense sino el Río de la Plata el lugar elegido en un inicio para el “descanso reparador”. Quienes vivían en Buenos Aires durante la época colonial y hasta bien entrado el siglo XIX elegían “refrescarse” ante las altas temperaturas del verano en las barrancas que deban al río, ya sea en lo que hoy es la Ciudad de Buenos Aires como en San Isidro o Vicente López.
Será recién a fines del siglo XIX que las clases propietarias elegirán las playas marplatenses como descanso, a imagen y semejanza de lo que ya ocurría en Europa. Este fue el punto de partido de la construcción de Mar del Plata como máxima expresión del turismo nacional y punto álgido en la disputa que produjo la movilidad social impulsada por el peronismo.
Es que la ampliación de derechos a sectores medios y trabajadores, el desarrollo de los caminos por tierra y del ferrocarril y el fortalecimiento de los sindicatos de mediados del siglo XX los que convirtieron a las playas bonaerenses en un símbolo de las vacaciones argentinas.
Con Mar del Plata con una fuerte carga simbólica, pero también con las sierras de Córdoba y los cordones montañosos de la Patagonia o del norte del país, las vacaciones se volverían masivas, expresión de la movilidad social y manifestación de derechos adquiridos.
De los 7.700 millones de habitantes que el planeta tenía en 2019, 1.500 millones viajaron fuera de sus países ese mismo año, según datos de la Organización Mundial de Turismo (OMT) dependiente de la ONU.
Esto es posible, entre otros factores, porque viajar es cada vez más barato. Un boleto de avión cuesta menos de la mitad que en 1999, según la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA).
Además, a partir de las últimas décadas del siglo XX las distancias se “acortaron” considerablemente. Esto significa que se pueden recorrer los mismos kilómetros en menor cantidad de tiempo. El turismo se convirtió así en una de las industrias más pujantes de las economía mundial.
Sin embargo, la pandemia provocada por el Covid-19 supuso un freno para los viajeros de todo el mundo. Según la OMT en los primeros diez meses de 2020 hubo 900 millones menos de turistas internacionales frente al mismo período de 2019, en lo que organismo considera el peor año en la historia de la industria.
Después de todo, la cantidad inédita de personas viajando por todo el planeta fue el principal disparador del coronavirus como pandemia global, poniendo en evidencia uno de los aspectos negativos de la mayor circulación de personas por todo el planeta.
Otros son la “turismo fobia” que estalló en distintas ciudades del mundo (como las protestas que se registraron en 2018 en Barcelona contra el denominado turismo de cruceros); el deterioro del medio ámbiente que provoca el turismo intensivo; y la destrucción del patrimonio cultural que se registra en sitios históricos y ciudades milenarias.
“Viajar supone rechazar el empleo del tiempo laborioso de la civilización en beneficio del ocio inventivo y feliz. El arte del viaje induce a una ética lúdica, una declaración de guerra a cuadricular y a cronometrar la existencia”, asegura el filósofo francés Michel Onfray en “Teoría del viaje, poética de la geografía“ (Taurus, 2019), donde distingue entre viajeros y turistas.
Tal vez el mayor desafío para la humanidad sea lograr más viajeros y menos turistas. Esto es: apostar a las vacaciones como hecho social que resta los cuerpos a la productividad y los entrega al “ocio inventivo y feliz”, pero sin convertirlas en una aparato de destrucción. En una máquina que obstruye el goce, aunque se arrope con mallas y ojotas.
La tradición inglesa de vacacionar frente al mar llegó a la Argentina a fines del siglo de XIX. La fundación de Mar del Plata por Patricio Peralta Ramos en 1874, la llegada del Ferrocarril del Sud en 1886 y la inauguración del exclusivo Bristol Hotel en 1888 hicieron de la ciudad atlántica el sitio predilecto de las clases altas.
“Se entiende que nadie va a Mar del Plata para disfrutar del mar, para admirar los cambiantes juegos de las olas sobre las rocas, la magia de los crepúsculos o de los claros de luna, porque todo el día, con una sinceridad que desarma, las gentes vuelven la espalda al océano, y no tienen ojos más que para los paseantes. Se va a Mar del Plata a lucirse, a lucir su fortuna, a divertir a las muchachas, y a armar las primeras intrigas que se resolverán en los noviazgos de invierno”, escribía en la década del 20 el corresponsal del diario “Le Figaro” en Buenos Aires, citado por Felipe Pigna en el sitio “El Historiador”.
La vida social giraba en torno al Bristol Hotel. Además de los paseos y de la contemplación del mar, entretenían a los selectos visitantes los juegos de azar (el casino fue inaugurado en 1889), las carreras de caballos, el golf y el “tiro de la paloma”.
“Todavía los baños de mar no despertaban gran interés entre los veraneantes y la relación con las olas era más bien contemplativa. El estricto código de baño establecía que debía asistirse a la playa vestido desde el cuello hasta las rodillas y no era infrecuente que las vestimentas más atrevidas se exhibieran en fiestas y salones”, apunta Piglia.
El ambiente exclusivo de “la Feliz” cambiaría para siempre con el turismo social promovido por el peronismo, que se valió de la mejora en la infraestrutura, como la unión entre la llanura y el mar que propició la inauguración de la ruta 2 en 1938, y de la popularización de los servicios: en 1950 se inauguraría la “Clase Turista” en el servicio de trenes.
Todo esto en un contexto de ampliación de derechos y ascenso social que se produjo a partir de la llegada de Juan Domingo Perón al gobierno, que incluía vacaciones pagas, beneficios a través de estatutos y convenios colectivos de trabajo y el desarrollo de infraestrutura turística por parte del Estado y los sindicatos, que compraron viejos hoteles y contruyeron otros.
La nueva realidad material fue acompaña por la institución de nuevos sentidos. El acceso a la playa se volvió también un indicador de estatus social, un redistribuidor de los bienes simbólicos y discursivos.
“La retórica justicialista era rotunda en un punto: no había barreras para el acceso de los trabajadores a estos bienes, hasta ahora, afirmaban, vedados”, destaca Elisa Pastoriza en “La conquista de las vacaciones. Breve historia del turismo en la Argentina” (Edhasa, 2011).
Mar del Plata abrió así sus puertas a las familias obreras y a las clases medias, proceso que alcanzaría su mayor esplendor en los años 60 y 70. En 1973 sus playas recibirían a tres millones de turistas. Para aquel entonces las clases altas ya buscaban exclusividad en los bosques de Pinamar o en la uruguaya Punta del Este.