“Poco después murió. Minutos antes de expirar pidió que lo ayudaran a darse vuelta porque quería ver el amanecer. Es notable esa foto de Sarmiento muerto, sentado en un sillón. Es una silla muy especial, con una especie de atril de lectura. Tiene que ver con su carácter, esperar la muerte sentado, nunca acostado…”, así relata el historiador Pacho O`Donnell esa legendaria y controvertida escena final de Domingo Faustino Sarmiento, en su casa de Asunción del Paraguay.
Hijo de su tiempo, arrebatado por la tendencia del Positivismo de su generación, que se sentía urgida por ingresar al mundo nuevo del progreso, fue tildado por José Ignacio García Hamilton, como “el cuyano alborotador, porque así lo calificaron en Chile. Donde estaba había bochinche, conflicto, debate. Pero alboroto viene de albor, del alba que rompe las tinieblas de la noche y anuncia un nuevo día. Eso fue Sarmiento. Con defectos, con pasiones, con vehemencia, con la aspereza y el rigor que pude haber tenido en las relaciones personales, fue alguien que avizoró, que trató de divisar una nueva Argentina que rompiera definitivamente con el atraso, con los valores coloniales del mundo de su madre, Doña Paula. Fue un hombre del siglo XX al que le tocó vivir en el siglo XIX”.
CIVILIZACIÓN Y BARBARIE
En esa pintura y descripción, ciertamente, el historiador García Hamiltón, desglosa y rescata simultáneamente, uno de los perfiles más acertados del hombre y el personaje que fue, Domingo Faustino Sarmiento. Improbable hablar de Sarmiento, sin que se instale, inmediatamente, un debate , una polémica de ideas substanciales, imposibles de desentrañar si no nos trasladamos, de cuerpo y al alma, a la cronología de su época.
Era una Argentina, gestada en el mayo de 1810, proclamada en el Tucumán de 18l6, reivindicada tras la gesta heroica sanmartiniana, pero que viboreaba entre pujas intestinas por encontrar el norte de su destino, su modelo de Nación, propio y genuino. Aquí, en este punto, se cristalizó la controversia ideológica y generacional de Sarmiento frente a aquellos contemporáneos que tenían otra visión de país. La disyuntiva no era, tal vez, “civilización o barbarie”, planteada desde una posición drástica e indeclinable. Quizá, aquel país nuevo, necesitaba una mirada más integradora, global. El horizonte más atinado, debía pasar con más realismo, como dirá Pacho O´Donnel, por la opción de “civilización y barbarie”. Una mirada hacia el exterior, al universo que se industrializaba en busca de progreso, y la otra hacia el interior, que tenía su valor, su cultura, su ritmo, y también su aporte heroico. Un interior que era parte de aquella historia y de aquella patria que estaba construyéndose, a la que creía propia, hermana y se sentía hacedora de su territorio. Que había nacido con ella, desde dentro, y su barbarie, y su cultura, también eran hechura genuina de su génesis; “ese suburbio”, no debía ser considerado “un obstáculo civilizador” para el inconmensurable panorama del país soñado.
SU MERITO Y SU CONVICCIÓN
Sarmiento transitó por el terreno militar, realizó una prolífera tarea literaria, iniciando un sendero propio para el pensamiento filosófico de las Letras Sudamericanas. Fue gobernador y ejerció la Primera Magistratura Nacional, pero su obsesión suprema fue el crecimiento de un país desde el sustento de la educación. “Al terminar su presidencia 100.000 niños cursaban la escuela primaria y fue el impulsor de la Ley 1420, que como superintendente de escuelas durante la presidencia de Julio A. Roca lleva adelante la ley que va a ser resistida por un sector de la Iglesia”, afirma Felipe Pigna en “Historia Confidencial”, libro en el cual comparte sus análisis con O`Donnel y García Hamilton.
Voy a transcribir un tramo completo de esa contertulia histórica estupenda que realizaron Pigna, O`´Donnel y Hamilton sobre Sarmiento. Sin ánimo de abrir una polémica, que puede resultar estéril si no se mira lo global. Simplemente, para “contextualizar” una época, un tiempo, las circunstancias de nuestra historia. Dice Felipe Pigna, “Quería comentar, además, que Sarmiento en 1869 concreta el primer censo nacional y los datos estadísticos que arroja son muy esclarecedores para ver qué país encuentra cuando llega a la presidencia. La Argentina tenía por entonces 1.800.000 habitantes de los cuales el 31 por ciento habitaba la provincia de Buenos Aires y el 71 por ciento era analfabeto. El 5 por ciento de la población estaba constituido por indígenas y el 8 por ciento por europeos, es decir todavía no había llegado la gran oleada inmigratoria. El 75 por ciento de las familias vivía en la pobreza, en ranchos de barro y paja, y solamente el 1 por ciento de la población era profesional”.
Aquí , O`Donnel lo interrumpe, -“ Felipe, que es lo que tenía Sarmiento que te gustaría que en la actualidad tuvieran nuestros dirigentes, tanto públicos como privados? . Felipe Pigna responde, “Creo que lo que suelen tener entre las piernas los varones”. “Pelotas”, afirma O`Donnel, sin dudar. Pigna, reafirma, -“Sí, como para llevar adelante, hasta las últimas consecuencias, las ideas y un proyecto de país, bueno o malo, pero un proyecto de país en el que se sea consecuente con lo que se dice y promete hasta el final.”
Posiblemente, sólo desde esa crudeza y esa vehemencia narrativa, podamos comprender a los hombres que jalonaron nuestro historial. A quienes sólo se los puede abordar desde la amplitud, que refracta y converge la imagen, repetidamente, de un prisma componedor. Fueron multifacéticos. Esos actores eran uno y todo, simultáneamente. Sarmiento también. Por eso, en ese himno escolar que lo recuerda, se lo rememora “con la espada, con la pluma y la palabra”. Y que a su vez, ese “templo, que la niñez en su pecho ha levantado”, pueda ser el espacio donde se acrisole la inmortalidad, la perplejidad, lo entrañable y lo alucinante que el sendero de la historia nos ofrece.