La base de la construcción política que había elaborado Juan Domingo Perón, a través de un decidido respaldo a las reivindicaciones laborales y el creciente apoyo sindical que fue estructurando no era bien visto por la mayoría de los sectores que conformaban la oposición. En setiembre de 1945, los principales políticos, con la decidida colaboración del entonces embajador de los Estados Unidos, Spruille Braden cerraron filas contra Perón.
Un amplio arco que abarca desde los comunistas hasta los ultraconservadores marchó bajo la consigna de la “libertad”. La magnitud inesperada de la movilización animó a los militares adversarios de Perón a intentar dar un certero golpe palaciego. Les preocupaba el prestigio alcanzado por Perón y el avance de la conciencia en el sector obrero en base a las conquistas alcanzadas.
Ante la presión y los planteos de ese sector de la Fueras Armadas, ligado históricamente a la oligarquía, sobre el Gobierno del General Edelmiro Farrell, Perón presentó su renuncia, instando a través de un mensaje radial de despedida, “a los trabajadores a sostener las conquistas alcanzadas”.
LA PLAZA COLMADA
El día 9 de octubre de ese memorial ’45, Perón es detenido y traslado a la Isla Martí García. En medio de una crisis rayana en lo institucional, los dirigentes sindicales votaron una huelga general para el día 18, con el propósito de obtener la inmediata liberación de su líder encarcelado.
La movida sindical precipita los hechos, y “ya en la mañana del 17 de octubre, los obreros comenzaron a abandonar sus lugares de trabajo para dirigirse a la Plaza de Mayo. Las columnas partían desde diversas zonas. Alguien ordenó levantar los puentes que comunicaban con la provincia para impedir que continuaran avanzando y se concretara una manifestación política de insospechadas consecuencias. Pero, a pesar de todas las prevenciones, aquel “aluvión zoológico”, como lo llamaría años más tarde el espantando dirigente radical Ernesto Sanmartino, colmó la Plaza”.
El avance aluvional podía contarse por centenas de hombres y mujeres “que venían desde la postergación histórica. Eran la imagen de la Argentina profunda, un espectáculo jamás visto. Que sumió a las clases acomodadas en una sensación que oscilaba entre la repulsión y el pánico. Era un horror ver a esos cabecitas negras meter los pies en aquellas fuentes de inspiración francesa”.
“EL RIO CUANDO CRECE…”
Raúl Scalabrini Ortiz, aquel que visualizó “al hombre que está solo y espera”, tuvo una inspirada e inigualable revelación de aquella jornada: «pensaba con honda tristeza en esas cosas en esa tarde del 17 de octubre de 1945. El sol caía a plomo cuando las primeras columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con su traje de fajina, porque acudían directamente de sus fábricas y talleres. No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábito de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pingües, de restos de breas, grasas y aceites. Llegaban cantando y vociferando, unidos en la impetración de un solo nombre: Perón. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir.
«Los rastros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. El descendiente de meridionales europeos, iba junto al rubio de trazos nórdicos y el trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún. El río cuando crece bajo el empuje del sudeste disgrega su enorme masa de agua en finos hilos fluidos que van cubriendo los vagidos y cilancos con meandros improvisados sobre la arena en una acción tan minúscula que es ridícula y desdeñable para el no avezado que ignora que es el anticipo de la inundación. Así avanzaba aquella muchedumbre en hilos de entusiasmos que arribaban por la Avenida de Mayo, por Balcarce, por la Diagonal.
«Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de la Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor mecánico de automóviles, la hilandera y el peón. Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Era el substrato de nueva idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas allí presente en su primordialidad sin reatos y sin disimulos. Era el de nadie y el sin nada en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por una misma verdad que una sola palabra traducía: Perón.»
Algo parecido, nos narrará Leopoldo Marechal, «Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí, y amé los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina «invisible» que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas, y que no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista.»
No era un secreto para nadie en aquella Argentina, había nacido una lealtad incuestionable del pueblo consolidando a su líder; había comenzado un nuevo ciclo histórico.
(Material consultado, Los protagonistas de la Historia, Felipe Pigna y Hechos e Ideas, febrero 1946,Raul Scalabribni Ortiz).