¿Por qué Master Chef Celebrity Argentina tuvo tanto éxito? Porque unió con ingenio dos pasiones argentinas: la comida y los famosos clase B. ¿Y dónde las unió? En la gran institución virtual del siglo XX, la televisión de aire. ¿De aire? El planteo es muy simple. Más allá de los matices, se trata de cocinar. El que cocina bien sigue en el programa, el que no, se va. Reglas comprensibles para un año, el 2020, que se distinguió por salirse de todos los moldes. El encastre, entonces, resulta perfecto, un maridaje, digamos, eficiente. La comida representa el detalle, la promesa del delicado goce mundano. Las celebrities, que todavía no llegaron a ser famosos ABC1, son aspiracionales, remadores interminables de su nicho, orilladores de la farándula, y eso los hace Patria, los hace argentinos.
Si la televisión supo ser una de los grandes espejos de la simulación en la lucha por la vida, ver a esos resistentes de la baja aristocracia intentando, trabajando, fallando y acertando, y ofreciendo siempre su talento, sofisticado o mediocre, genera empatía. No hay vuelta: comer es grotesco, pero cocinar es divino. Así, este Master Chef fue el reverso del programa de Mirtha donde la comida llega hecha, es aprobada y luego se olvida para pasar a las especulaciones sobre la coyuntura política, la agenda de la semana y la vida misma. Si Mirtha es salón, y salón-comedor, Master Chef es su bambalina, trastienda que propone, ya desde el decorado, un lugar de trabajo cálido, pero no por eso menos exigente, habitado por duendes navideños, o demonios menores, que se mueven presurosos para enfrentar la mirada severa de sus patrones. Ellos son Donato de Santis, el italiano campechano, Germán Martitegui, el villano, y Damián Betular, el pastelero elegante y, por lo tanto, el verdadero villano. Del Moro conduce bien, vende bien, es sincero en su formalidad y rinde mucho como presentador afirmativo y buena onda, más que en otros papeles televisivos que lo excedían. De hecho, los trajes que usa le dan un toque de sofisticación al escenario siempre desbordado de las cocinas.
¿Y quienes cocinaron? Pasaron por el programa un ex futbolista sentimental, un viejo actor, un humorista judío, una o dos vedettes, algunos que no se sabían qué hacen, otros que eran hijos o parientes de gente famosa, y siguen en carrera la mujer de Maradona, una instangramer, un cantante de cumbia, una periodista, esa es la línea. Pero ¿qué línea? ¿La del cohete al sol de los Simpsons? Perfecta combinación sobre la cual el televidente debe hacer el esfuerzo por conocer a los que no conoce y redescubrir, en su versión servicial, a los que sí.
El momento en que el jurado evalúa es tenso. Se repite la escena de Donato diciendo “¿comeremos rico hoy?” y, luego, la de los tres cortando y masticando en silencio mirando a los ojos a cada participante. Es el instante más artificial y, al mismo tiempo, penetrante que se vio en la tele del 2020. El que alguna vez cocinó para otro sabe de ese minuto crucial, esa espera de la aprobación que también puede ser rechazo. Cada gesto vale. Por todo esto, no se trata de un programa de cocina. Tampoco es de crítica gastronómica. La edición hace que el tiempo se vuelva televisivo, la música ayuda. La iluminación blanca y todopoderosa no deja ver sombras ni claroscuros. No hay dónde esconderse. Master Chef saca, así, la novela familiar del neurótico del living y la mete en la cocina, un lugar más complejo, donde los errores son menos relativizables.
Ahora bien, lo realmente virtuoso en el programa es la mano invisible del casting.
Los participantes iniciales fueron excelentemente elegidos. Los que pasaron de visita, Silvio Soldán y Flor Peña, por ejemplo, sumaron. Incluso cuando el programa tuvo sus bajas por el Covid los reemplazos, de forma notable Dolly Irigoyen por Germán Martitegui, no solo no entorpecieron sino que incluso fueron aceptados como una variación atractiva. Dolly resultó más terrible que Germán a la hora de criticar y exigir… El casting es un arte fino y complejo que, cuando triunfa, se vuelve natural y hasta imperceptible. Implica horas y horas de llamadas telefónicas, acuerdos, reuniones y un permanente lidiar con requisitos y calendarios. No se trata de reclutar estrellas, no se trata de seleccionar actores. Es algo más artesanal y lento, que demanda ingenio y riesgo. Hoy nos parece obvio que Marlon Brandon tenía que hacer del Coronel Kurtz en Apocalypse Now, aunque, si leemos el diario de filmación de la película que llevó Eleanor Coppola, lo primero que se cuenta es a cuántos actores Francis Ford les ofreció ese papel y cuántos se negaron a hacerlo, y también cómo esa frustración hizo que el talentoso director tirara sus oscars por una ventana.
Cuando se fue expulsado, Federico Bal dijo “somos famosos, somos celebrities, pero también somos personas.” La frase, tautológica, dice bastante más de lo que parece. Primero, genera una distancia que no es del todo cierta, ellos no son tan famosos… Pero la segunda parte, la apelación a la humanidad, a la cercanía, la necesidad de que esa afirmación exista, corrobora el éxito del programa. La tele fue desde siempre pensada y hecha para ese glamour de entrecasa. En este Master Chef, un grupo de cabotaje transita la pantalla, la reclama, la obtiene y paga, rinde, devuelve, mientras sufre porque un solomillo salió seco o porque una sopa fría quedó demasiado salada. Sin más, el casting de Master Chef Celebrity Argentina, producto del esmero de héroes anónimos, fue una obra de arte menor pero contundente que está en el centro del éxito del programa.
El año 2020 empezó con un millonario lanzando un cerdo desde un helicóptero a una pileta en Punta del Este. La carne doméstica, así, inauguró el verano surcando el espacio. Luego, karma irónico o castigo bíblico exagerado, llegó la pandemia. Y Master Chef funcionó como el reflejo estrábico, pero no por eso desdeñable, del proyecto inicial de la tarjeta alimentaria impulsado por el gobierno de Alberto Fernandez. Intentando llevar la conciencia al lugar menos pensado, Boy Olmi lo recordó durante su paso por el programa: tenemos que comer mejor. Nada puede sostener la frivolidad todo el tiempo.
Insisto: Master Chef Celebrity ofreció el revés de la televisión tradicional que este año propuso un interminable y aterrador conteo de muertos anónimos y, como coronación fúnebre, el velatorio masivo y caótico de Diego Armando Maradona, el más ilustre y querido de todos los argentinos. Frente a ese paisaje de tristezas varias, las galas de expulsión dominicales le devolvieron a la tele la centralidad lúdica del domingo a la noche.
La comida es una de nuestras formas más antiguas de comunicación. El amor se expresa con el arte de los sabores, los colores y las texturas. Ver los bordes de la baja aristocracia mediática, algo fraudulenta pero vital, lidiando con ese arte antiguo, se volvió emotivo, atractivo y feliz. En tiempos de dispersión e Internet, no es poco.
Enfrentando a un grupo de amigos que llegaban a su casa, Heráclito les dijo: “Pasen, también en la cocina hay dioses.” A esta altura del desarrollo de la cultura de las pantallas podemos decir que en la televisión familiar también. Jean Anthelme Brillat-Savarin fue un jurista francés que ocupó importantes cargos políticos después de la revolución francesa pero se lo recuerda, sobre todo, por ser el autor del primer tratado de gastronomía, titulado Fisiología del gusto. Ahí escribió: “El descubrimiento de un nuevo manjar contribuye más a la felicidad del género humano que el descubrimiento de una estrella.” No arriesgo mucho si digo que Master Chef Celebrity Argentina sumó en nuestras pantallas algo de esa módica felicidad estelar.
Telam