Hay momentos, tiempos especiales, en que se vuelve una necesidad apasionante recrearse desde la vivencia de testimonios profundos, valorables desde su influencia contundente en lo cotidiano, por la fuerza de su dinámica transformadora en lo que constantemente nos proponemos. La impronta de esa instancia que nos aflora resplandeciente es la imagen, real, pura, intensa, que sigue siendo Evita. Y esa percepción se vuelve inmensa cuando la realidad nos muestra un desarrollo tristemente opuesto a lo que se vivió en otro añorado tiempo.
No es retrotraerse a un recuerdo efímero e ineficaz. Al contrario, es recuperar desde una nostalgia que enriquece, vivencias que atraviesan las circunstancias para confluir en hechos que trascienden, perdurables por su alcance, dignificantes por su contenido.
“No es filantropía, ni es caridad, ni es limosna, ni es solidaridad social, ni es beneficencia. Ni siquiera es ayuda social. Aunque para darle un nombre aproximado yo le he puesto ése. Para mí, es estrictamente JUSTICIA”, refrendaba categóricamente Evita, acerca de la obra que se realizaba desde la fundación que llevaba su nombre. En esa comprensión radicó su osadía por desafiar lo que, en medio de una etapa en plena ebullición social, parecía todavía extraño, impropio. Desajustado de la las lógicas asistencialistas hasta entonces.
Ni siquiera rompió moldes. Al contrario, estableció estereotipos puros de igualdad social, construidos sobre el sentido insigne de la dignidad, aquel que permite la funcionalidad no sólo de existir, sino además, de realizarse a si mismo en el contexto de una sociedad que también se realiza a través de sus logros, sus vicisitudes y sus conquistas.
En ese temerario afán de superar límites, los propios y los de la realidad que plantea la construcción histórica, le fue la vida. Quizá su exuberancia y su prodigalidad desmedida acortaron el despliegue natural que nuestros proyectos pactan dribleando los laberintos del destino, entre el alcance de los sueños y la efectividad de sus consecuencias. Lo que habitualmente apelamos como logros, marcados por la exigencia de los resultados, y el triunfo.
Cuantas piezas se entrelazaron, buscando un engarce espléndido, entre el 7 de mayo de 1919 y el 26 de junio de 1952, en escasos y forjados 33 años. Mucho más corto fue su tiempo junto a Juan Domingo Perón y los que acariñó como sus “cabecitas negras”. Escasos 7 años. En la dimensión del tiempo, apenas un flash, un relámpago. Pero esa fugaz existencia alcanzó para mostrar cual es la intensidad de la entrega, cual el alcance de la misión política cuando el valor, infinitamente humano, es el “otro”. Y cual, la contraseña para sensibilizar el amor, en la visibilidad de la necesidad aquerenciada en los derechos de los desheredados de la historia: “Donde hay una necesidad existe un derecho”.
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