En Noviembre de 1985, la Asamblea Plenaria del Episcopado argentino, aprobaba las Bases para una labor pastoral en orden a una nueva evangelización. El documento final vio la luz en San Miguel, el 25 de abril de 1990. En la pagina 63 del mismo, afirman los obispos “la evangelización no sería auténtica si no siguiera las huellas de Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres”. Y más adelante, “esta opción preferencial, unida al ejercicio activo de la solidaridad, constituyen el signo de credibilidad de la evangelización nueva”. Y unos párrafos después dice, “para una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral, es necesaria la conversión de toda la Iglesia”…”es decir, requiere que nuestra acción no sea solamente orientada hacia el pueblo, sino también, y principalmente, desde el pueblo mismo” (pag. 65).
Hace un poco más que un cuarto de siglo, el 29 de noviembre de 1986, un permanente referente de esa evangelización del Amor y los pobres, nuestro querido Osvaldo Catena, decidía quedarse para siempre entre nosotros.
Hace unos años, exactamente cuando se cumplían 20 años de su muerte, escribí estas reflexiones sobre ese sacerdote, ese hombre formidable, que eligió sus últimos diez años de vida para compartirnos su apostolado en nuestro terruño.
Al acercarnos a comprender su vida tenemos la sensación de ingresar en un ámbito de misterio, en el auténtico sentido bíblico que posee esa palabra (el acontecimiento, el tiempo, donde Dios irrumpe). Se puede percibir, entonces, una cautivamente simplicidad y la envolvente presencia de lo místico, de lo Absoluto.
Al hablar de la vida de Osvaldo siempre nos dedicamos a resaltar los hechos más portentosos, quizá con la sana intención de señalar su calidad de sacerdote distinto, especial, convincente. En ese intento descuidamos un aspecto que, posiblemente, fue lo que más evidenció la presencia de Dios en su vida: una notable sencillez, la simpleza de buscar el camino más accesible en cada intento, y la eficacia, teniendo un objetivo claro en todo lo que hacía, y la impronta inconfundible de su carisma, que se traducía en la perspicacia de observar y ver, generando la manifestación evangélica, mediante el testimonio permanente en la medida de lo que consideraba que Cristo le exigía.
Tal vez por habituales y constantes en su persona eran los rasgos que menos espectacularidad mostraban, pero eran los que sellaban su accionar y a la larga, produjeron los mejores resultados de su entrega pastoral.
Siempre realizó su trabajo desde un enfoque participativo e integrador; supo encontrar un rol apropiado para cada uno y la misión más útil para cumplir. Esta fue una capacidad que admiré mucho en él, pues traducía un inmenso respeto por lo que cada uno era y un reconocimiento de las capacidades individuales. Era su estrategia motivadora y audaz, pues buscaba incentivar el esfuerzo de cada persona, poniendo un voto de confianza en la respuesta del otro. Todos tenían algo para dar; él buscaba descubrir cual era ese don.
Demostraba así, que la vocación de cada uno no tenía fronteras, ni discriminaciones; solamente, exigía disponibilidad. Por eso su tarea tuvo una amplia apertura comunitaria, otorgándole la convicción de que desde la participación y una tarea integradora éramos parte de la gran “eklesía” (la gran convocatoria, la asamblea), como lo dirían los teólogos.
Tuvo la certeza que su misión cobraba sentido en la medida que la gente comprendiera que era posible construir una “humanidad nueva”, y que ese objetivo no era abstracto, se plasmaba a través de un sentido solidario de la convivencia. En eso consistía el método valioso que nos mostró. De esa manera se manifestaba el sentido profundo de la Navidad, y no sólo se vivía como una fiesta emotiva de fin de año; también la Pascua surgía como el valor supremo de la Semana Santa, mediante el sentido gratificante de la fe.
Procuró brindar constantemente el sentimiento que lo devoraba por dentro, su vivencia inconfundible de la fe, convencido de que el testimonio de vida era una forma eficaz para transmitir el mensaje. Por eso su presencia cautivaba y motivaba al mismo tiempo. Señalaba el camino, comprometía una actitud.
Nos hizo sentir que era “hermano de todos”. Ese fue el perfil de su sacerdocio, testimonial, traslúcido, fraternal