Hace exactamente 110 años, en horas de la tarde del 29 de febrero de 1912, ocurrió la caída de la mítica “Piedra Movediza” de Tandil. Un episodio catastrófico en los anales del Patrimonio Natural argentino y de su imperdonable falta de protección.
Desde aquel día se ha especulado acerca de la causa posible de la caída. Hoy, cuando ya nadie duda de la intencionalidad del hecho, a la versión más instalada desde los relatos dominantes y hasta quizá más plausible (la mano irresponsable de algunos bromistas sin cultura) se suma la tensión de una versión alternativa (que no es del todo nueva, por cierto) que pretende asignar la autoría del episodio a la mano vengadora de los anarquistas. En cualquier caso, ya se trate de un ejemplo de la estupidez humana o de un manifiesto anarco-sindicalista, el resultado es el mismo: la pérdida irreparable del tesoro patrimonial.
Antes de esa fecha, el discurso visual de la mole en equilibrio había poblado un vasto imaginario (acaso tan vasto como las serranías pampeanas), multiplicándose en fotografías tomadas desde ángulos distintos, en postales, en propagandas comerciales y en viñetas. Los libros de geografía la mostraban en sus ilustraciones, lo mismo que las revistas de interés general, como Caras y Caretas. Era famosa y admirada incluso fuera de nuestras fronteras.
El atractivo que ejercía sobre la curiosidad epocal quedó resumido en aquel recuerdo de la excepcional narradora que fue María Rosa Oliver, cuando en “Mundo, mi casa”, evocando los aprestos vacacionales de su infancia, señalaba la desazón de ver, a la distancia, las Sierras de Balcarce, cuando la expectativa estaba puesta en las de Tandil: “Yo quería ver las [sierras] de Tandil con la piedra movediza, pero cuando pregunto si nunca vamos a ir al Tandil nos dicen que para qué, que lo único que hay allá es la piedra …”
LA PIEDRA MOVEDIZA, SACRAMENTO DE UNA COSMOGONÍA DE LAS SIERRAS PAMPEANAS
La Piedra Movediza era algo así como un milagro geológico y, como todo milagro, ocultaba un misterio o, por lo menos, se aureolaba con el halo propio de los fenómenos inexplicables: ¿desde cuándo estaba allá arriba? ¿cómo fue a dar allí? Algunos, incluso, llegaron a preguntarse acerca de “¿quien?” pudo haberla emplazado en la cima serrana. Y la respuesta no necesariamente postulaba la “poética” (de “póiesis”, en griego, el acto de fabricar) de un Dios creador del mundo. Con ello, el núcleo misterioso aumentaba la densidad de su fantasía protohistórica, dando pábulo a la visión onírica de legiones de indios arrastrando el megalito cuesta arriba; o, más tarde, a esa imagen de ciencia ficción, poblada de flotillas de platos voladores depositándola suavemente en la cúspide mediante los haces de un potente “tractor beam”, al estilo de Star Trek.
La Movediza era también, para muchos, la señal cosmogónica de un designio divino recaído sobre nuestra República. O, quizá, recaído sólo en Tandil. Vaya uno a saber lo que Dios tuvo en mente.
Aquel 29 de febrero de 1912, un diáfano jueves, la Piedra se cayó en forma inesperada, impensada, estrepitosa, contundente, categórica, definitiva, irreparable. Y quizá alguien pudo colegir de ese colapso la señal inequívoca de que la Providencia iba alejando su mano invisible de esta tierra argentina, pródiga en ganados y en mieses que, apenas un par de años atrás, se autocelebraba centenaria, nueva y gloriosa, ante las naciones del mundo.
Cuando cayó la Piedra, se clausuró, sin duda, un “eón” en la existencia física y metafísica de esa singular comunidad que era Tandil. Y comenzó un ciclo nuevo, huérfano del prodigio cotidiano y privado de esa epifanía pétrea, signado, primero por la pérdida, y después, por la conciencia trágica de lo irremediable del hecho que hubiera podido evitarse.
Porque una cosa es la pérdida en sí misma, y otra cosa bien distinta es la conciencia de lo perdido, en los extremos opuestos de una distancia breve, que va de lo objetivo a lo subjetivo. Sólo ante el segundo momento psicológico y colectivo podemos abordar este tipo de situaciones en términos de “Patrimonio”. O mejor dicho, de Patrimonio perdido.
UN MONUMENTO NATURAL SIN PROTECCIÓN
El gusano de una indefinida culpa ¿quizá comenzó a roer desde temprano algunas cabezas tandilenses? En cualquier caso, la caída puso en evidencia esa cuota de vergüenza que le cabe a los poderes estatales en todos sus niveles de jurisdicción (nacional, provincial y municipal) por no haber sabido, ni haber intentado preservar el tesoro, ya desde antes de su caída, cuando la incuria y la desprotección del monumento natural, abierto al pisoteo como si se tratara de un potrero, fueron una constante.
Y esa nota reiterada de desidia permitió que aquel sitio de resonancias cosmogónicas (que era poco menos que un “omphalos” en la memoria ancestral del paisaje y que era, fuera de toda duda, un santuario geológico del planeta entero), fuera invadido por cohortes de turistas banales, manoseado por visitantes casquivanos y “cholulos”, que en el colmo de su estulticia no sólo colocaban botellas o fragmentos de vidrio debajo de la mole, a la espera de su pulverización con la primera oscilación; sino que ultrajaban la epidermis de la Piedra inocente (“la piedra muda”, hubiera dicho Rubén Darío) con unos “graffitti” que aspiraban a ser la marca de una presencia humana, más fugaz y por lejos mucho más insignificante que la majestad ciclópea de la Movediza.
LA CAUSA DE LA CAÍDA: DISCURSOS EN TENSIÓN
Que la Piedra se cayó “por causas naturales” fue lo que se dijo de inmediato desde el discurso oficial municipal, legitimado por la opinión de un ingeniero (Conrado Uzal) que sostuvo la tesis del desgaste de la base del monolito y la consecuente caída. Dicho de otro modo, por más que había permanecido oscilando a horcajadas del abismo durante…¡milenios!, un día, porque si, perdió el equilibrio y se fue a pique. Caprichos de la natura.
Sin embargo, una opinión científica diferente, pero tremendamente autorizada, se hizo oír apenas quince días después del desastre, desde las páginas de la revista Caras y Caretas del 16 de marzo del mismo año. Era la palabra del naturalista Eduardo L. Holmberg, quien conocía perfectamente el lugar, porque lo había visitado, por lo menos, en 1881, 1882, 1883 y 1902.
Durante una de aquellas excursiones, Holmberg había comprobado empíricamente la oscilación. Pero, además, había advertido el inquietante “secreto” de la sustentación de la Piedra, pese a sus movimientos. Y el secreto estaba en el punto y el modo de anclaje del enorme peñasco.
Pero ¿cómo fue parar allá arriba? Contrariamente a lo que pudiera suponerse (y que se supuso realmente!), la Piedra no subió por medio de artificios mecánicos inventados por una raza extinguida de indios atlantes, ni bajó del cielo por obra de los alienígenas… sino que quedó “anclada” allí por descenso, tras milenios de loca rotación, agitada por las aguas descomunales, y trabada por fin en la pequeña erosión de la cima a través de un apéndice, cuando los mares prehistóricos que inundaban las pampas se retiraron.
Este hallazgo perspicaz y fruto de la observación in situ, habría dejado en el ánimo de Holmberg la punción de una preocupación grave: las condiciones del punto de apoyo hacían posible, con relativa facilidad, provocar el derrumbamiento con sólo imprimirle a la Piedra un empuje sostenido, y lograr el efecto de oscilaciones sucesivas, como si fuera una hamaca, acumulando de tal guisa los impulsos, que bien pronto iría a perderse la estabilidad de aquel enorme cuerpo, precipitándose al vacío sin remedio y partiéndose al pie del cerro.
Tan cierta y amenazadora era la viabilidad de una caída provocada ex profeso, que Holmberg prefirió guardar un prolongado silencio público, aunque suponía que cualquiera de sus colegas o cualquiera de los ingenieros que hubieran estado en la cumbre también lo sabrían. De ahí que su artículo para Caras y Caretas fuera, a la vez, demostrativo y categórico.
Y en este punto de nuestra crónica deben hacer su entrada una fotografía y un libro. La fotografía fue obtenida en el Archivo General de la Nación y publicada, por vez primera, por Elías El Hage y Pomy Levy, en su obra “La Piedra Viva”, que merece, enseguida, un comentario.
La imagen, aunque no tiene relación con el derrumbe de 1912, podría dar una idea de lo ocurrido, en coincidencia con la conjetura de Holmberg: allí puede verse a un grupo de cuatro turistas (¿podríamos llamarlos unos “gansos”?) empeñados en la jocosa e irresponsable maniobra de empujar la piedra para provocar la trituración de una botella colocada por debajo.
El Hage y Levy, los autores que mencioné antes, señalan que, pese a la previsible repercusión que tuvieron en la Capital los dichos de Holmberg, poco efecto tuvieron en Tandil, donde la autoridad prefirió conformarse (o simuló hacerlo) con la versión menos problemática de la caída natural.
¿Quizá esta hipótesis confortable pretendiera solapar las sospechas de un atentado anarquista? O ¿Quizá ese silencio negador fuera un mecanismo de autodefensa elaborado por la comunidad local, como respuesta a la pérdida de su tesoro a manos de unos imbéciles mal entretenidos que repitieron (con evidente éxito en su propósito) la maniobra que muestra la fotografía del AGN?
Cuesta imaginar, y más todavía, cuesta aceptar la extinción tan prosaica y gratuita de un fenómeno cinético tan maravilloso como identitario para la comarca, y tan irrepetible para el mundo.
Holmberg rebatió a su modo la versión de la caída por desgaste natural o por conmoción sísmica, en base a su propia experiencia. Dijo entonces: “Apoyado en la piedra, he sentidos los estallidos de la dinamita de las más próximas canteras y ni siquiera he podido distinguir la menor trepidación. ¿Remesones? ¡Cuántos le habrían llegado en tantos miles, tal vez cientos de miles de años! ¿Los rayos? Leyenda: se afirma que la tarde [del derrumbe] no podía ser más hermosa…”
El naturalista va más allá todavía y rechaza la tesis de la detonación con explosivos (que habrían colocado los supuestos anarquistas), y en cuanto a la posibilidad de un movimiento sísmico, señala con sentido común que ello hubiera causado la caída de las otras grandes piedras del cerro.
Holmberg era categórico: “La Piedra Movediza ha muerto, ha sido asesinada!” Y concluía su indignado manifiesto, atribuyendo la acción a “los empujones rítmicos de uno o más brutos, la tarea estúpida de un curioso o el crimen de un hombre de extensa instrucción incompleta”.
Muchas décadas más tarde, los autores tandilenses que he mencionado, remataban el dictamen de Holmberg con el estupor de lo inexpresable: “Que uno, dos y hasta tres brutos a las 17.15 hs de un 29 de febrero de 1912, en el colmo de la idiotez humana, hayan asesinado porque sí a semejante maravilla, convoca al desánimo, al estupor o a la resignación frente a lo que ya no tiene remedio…”
He aquí la hipótesis más plausible para explicar la tragedia. La hora del hecho, entre las cinco y las seis de la tarde, es un elemento de juicio relevante: se dijo que solía ser la hora de preferencia de los turistas.
“LA PIEDRA VIVA”, UN LIBRO NECESARIO
Ahora bien, como indiqué al comienzo de estas líneas, mucho se había escrito acerca del “affaire” de la Piedra, aunque en relatos dispersos, fragmentarios inconexos y hasta fantasiosos. Faltaba un libro de síntesis (que no excluyera el análisis) y aquí lo tenemos, con el título de La Piedra Viva.
Se trata de un texto sui generis, que alterna la crónica histórica bien documentada, con el tono de la ficción pueblerina (un surco que ya marcó Roberto J. Payró hace muchas décadas); que combina las citas prolijamente espigadas en las fuentes de época, con los enjuiciamientos críticos a la política de entonces; que indaga inteligentemente en las posibles hipótesis, para terminar denunciando, cualquiera sea la mejor hipótesis, las ausencias y omisiones del sujeto gubernamental.
Sus páginas van reconstruyendo, detrás del escenario fáctico, la trama de una identidad local re-significada según las visiones epocales de la Piedra Movediza, y perdida luego, como una herencia malgastada por unos herederos frívolos y descuidados.
Es un libro singular acerca del que fue el más singular fenómeno del Patrimonio Natural de la República Argentina.
El lector podrá estar o no de acuerdo con algunas opiniones de los autores en lo tocante a la praxis política de los conservadores, al modo de ejercer la represión o el paternalismo, o al rol de la jerarquía católica en todo aquel entendimiento de clases y estamentos. Pero, en cualquier caso, la construcción narrativa luce tan esmerada, y la investigación tan adecuada a las exigencias de una aceptable heurística, que ningún prejuicio o post-juicio impide avanzar con interés y ganancia en la lectura.
Un comentario final me lleva a lo que los autores llaman el “episodio fundante” de una versión alternativa de la caída de la Piedra Movediza, y que han sabido recuperar en base a testimonios muy directos de descendientes de protagonistas del momento. Se trata, como dije antes, de la incorporación al imaginario social tandilense de la sombra furtiva de dos siluetas humanas presentes en la cumbre de la sierra, el día del colapso.
Con este elemento nacía, pues, la hipótesis de los dos anarquistas montenegrinos quienes, en venganza por la represión de una protesta obrera, habrían empujado al precipicio el símbolo del ocio burgués y la explotación capitalista, que vendría a ser la Piedra… Si el lector quisiera más detalles, le sugiero leer el libro de El Hage y Levi.
LA “CATHARSIS” POR LA RÉPLICA…
En suma, pasaron ya 110 años desde la que, tal vez, sea la peor tragedia patrimonial del país, y que seguramente es la peor tragedia patrimonial de Tandil. La comunidad local mantuvo la esperanza de recuperar la Piedra, como un sacramento de re-ligación con su propio pasado, al menos bajo la transubstanciación de una “réplica”. Y la réplica existe desde el año 2007, “hermanando su silueta con la luna”, según la afortunada metáfora de El Hage, en el poema que cierra el libro citado.
Una práctica recurrente en nuestro itinerario patrimonial vernáculo ha sido reconstruir de modo inauténtico, lo auténtico que antes derribamos o dejamos colapsar, o deformamos o degradamos sin compasión. ¿ No ocurrió, acaso, con el Cabildo de Buenos Aires o con la Casa de la Independencia en Tucumán?
El costo económico de estas operaciones es enorme y sólo se justifica ante el costo moral de la privación del bien patrimonial. Si el clamor de una comunidad por el retorno de su monumento, natural o cultural, hundiera sus raíces en una memoria amputada, inconclusa y huérfana del símbolo, pero aún aferrada a una identidad hipostática solidarizada con el bien ausente, entonces quizá el esfuerzo quedaría justificado.
La réplica que se atornilla desde hace casi quince años en la cresta del cerro por obra de la ingeniería es el resultado de una intensa y rigurosa tarea de diseño, tanto de su estructura como de su aspecto exterior. No hay duda de ello, como no hay dudas de lo emotivo que fue el acto de su izamiento, presenciado por una multitud de vecinos.
Pero ante este cuerpo artificial anclado sobre una placa y aferrado a una veintena de bulones, que ni podría ya denominarse “Piedra” en sentido estricto (porque ha sido fabricada con partes de metal y fibra sintética), ni tampoco “Movediza” (porque no se mueve ni siquiera por un mecanismo electrónico o eólico), queda en el ánimo de cualquier observador con sentido crítico, una inevitable sensación de perplejidad.
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