En su obra “La Tenienta Coronela”, al hablar del nacimiento de Juana Azurduy, Pacho O’donnel nos hace una sagaz descripción de aquellos tiempos, por el Norte del Virreinato, “Juana nació en Chuquisaca (zona de Sucre, Bolivia). Eso no era nacer en cualquier lugar ya que dicha ciudad, que también recibía los nombres de La Plata o Charcas, era una de las más importantes de la América española”.
“Pertenecía al Virreynato del Río de La Plata desde 1776, igual que el resto del Alto Perú, y en ella residían nada menos que la Universidad de San Francisco Xavier, la Audiencia y el Arzobispado”.
“En los claustros de primera se formaron la mayoría de quienes protagonizaron la historia de las independencias argentina y alto-peruana. Entre nuestros próceres cabe nombrar nada menos que a Castelli, Moreno, Monteagudo entre otros”.
Continua Pacho O’Donell, narrándonos que, Chuquisaca “era una ciudad socialmente estratificada, desde la aristocracia blanca que podía alardear de antepasados nobles venidos desde la Península Ibérica hasta los cholos miserables que mendigaban por las empinadas calles empedradas o mal subsistían del «pongueaje» (servicio doméstico), en las avaricientas casas señoriales. Entre ambos había sacerdotes, togados y concesionarios de mitas y yaconazgos enriquecidos fabulosamente con las cercanas minas de Potosí, a pesar de que sus vetas de plata habían ido agotándose con la explotación irracional que devoró miles y miles de vidas indígenas”.
“En la universidad circulaban las ideas de los neo-escolásticos españoles -Vitoria, Suárez, Covarrubias, Mariana-, que prepararon el camino para la conmoción ideológica producida por la Enciclopedia Francesa, y las ideas de Rousseau. Fue allí donde nacieron las demandas de igualdad, libertad y fraternidad que comenzaron a conmover los cimientos de la dominación española en sus colonias virreinales del sur de América”.
En esas cercanías de Chuquisaca nacía el 12 de julio de 1780, Juana Azurduy, hija de Matías Azurduy y doña Eulalia Bermúdez, “Su madre, de allí su sangre mestiza, era una chola de Chuquisaca que quizás por algún desliz amoroso de don Matías Azurduy, se elevó socialmente gozando de una desahogada situación económica, ya que el padre de doña Juana era hombre de bienes y propiedades”.
Juana crece bajo la guía de su padre y convive con las tareas del campo, aprendiendo la guapeza de la peonada, el guaraní y las costumbres de los aborígenes que trabajaban en el lugar. “Así iba cimentándose el cuerpo y el carácter de quien más tarde fuese una indómita caudilla”. Su madre fallece cuando Juana tenía sólo siete años y cursaba los primeros estudios en la ciudad, poco después su padre muere apuñalado en un entrevero de tinte amoroso. Junto a su hermana menor, Rosalía, viven junto a unos tíos que apreciaban más las propiedades de su padre que el cariño de las sobrinas.
COMIENZA FORJARSE LA HEROINA
Su temperamento airoso hizo imposible la convivencia con sus parientes y fue enviada al Monasterio de Santa Teresa. “ La niña aceptó sin excesiva contrariedad ya que veía en ello la posibilidad de desembarazarse del agobio de sus tutores, aunque quizás también fantasease con que el rol que algunas religiosas ocupaban en la sociedad chuquisaqueña, de poder y de prestigio, le daría la posibilidad de ejercer la fortaleza de su carácter sin que nada o nadie se opusiese, y también seguramente imaginó que como monja podría bregar por los derechos de los marginados, con los que en el fondo de su alma se identificaba y a quienes su padre le había enseñado a respetar. Juana estaba dispuesta a pagar cualquier precio con tal de eludir el papel que la retrógrada sociedad alto-peruana reservaba a las mujeres”.
Poco duro su vida conventual, no era para ella la rigidez disciplinaria y el encierro piadoso. A los 17 años, luego de reiterados enfrentamientos con la Superiora abandonó el intento de ser monja, volviendo a las fincas paternas en Toroca.
“Otra vez en Toroca, Juana parece retomar la huella que su padre había trazado para su hija predilecta. Reencuentra allí la libertad, la acción, la naturaleza. Recorre al galope las vastas extensiones y comparte la mesa con cholos e indios, recobrando el quechua y aprendiendo el aymara, compenetrándose de infortunios que poco debían al destino y mucho a la insensibilidad de los poderosos, asistiendo impotente a inútiles ceremonias que no conjuraban muertes provocadas por el hambre y la intemperie, constatando con rabia que a los veinte años los mineros eran ya ancianos con sus pulmones estragados por el socavón. Así, va consolidándose en su interior lo que sería su compromiso en la lucha contra la pobreza y la arbitrariedad ejercida en quienes más sufren la dominación extranjera: criollos, cholos e indios. También de la mujer, marginada por una sociedad pacata que calca con excesos los remilgos de la ibérica”.
Juana retoma la amistad con Manuel Ascensio Padilla, también hijo de hacendado de la zona, está vez transformada en matrimonio. “Juana siempre amó y admiró a Manuel, en quien seguramente encontró a alguien similar a su idealizado padre, y reprodujo una relación en la que se sentía alentada a emplear con libertad y audacia sus capacidades físicas e intelectuales. Es ese respetuoso y encendido amor que siempre sentirá por su esposo lo que hace que cuando Manuel Ascencio decide lanzarse a la lucha contra el opresor Juana no duda en unírsele, pero de la forma en que ella concibe la unión entre hombre y mujer: luchando a la par”.
LA LUCHA POR LA INDEPENDENCIA
“Manuel Ascencio siempre simpatizó con los «abajeños», como se apodaba a quienes provenían del Río de la Plata. Había conocido a varios de ellos en Chuquisaca: Moreno, Monteagudo, Castelli y otros que eran estudiantes en la universidad San Francisco Xavier. Compartía con ellos agitadas reuniones en fondas ruidosas donde se hablaba y se discutía sobre temas en los que no intervenía. Aunque él no fuese universitario, se lo respetaba por su hondo conocimiento de las gentes de la región. Se trataba de pensar soluciones para entender y resolver las injusticias de esa América sojuzgada por una potencia europea”.
Del matrimonio de Juana y Padilla nacieron Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes, que junto al cariño recibieron de sus padres los ideales de libertad que florecían por entonces, como la asonada del 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca, pueblada que culminó deponiendo al gobierno virreinal y colocando al mando a Juan Antonio Álvarez de Arenales.
Juana Azurduy comenzaba a consustanciarse con las luchas por la independencia. Pero era recién el inicio de una trayectoria que se volvería heroica. Parafraseando la zamba de Ariel Ramírez, que inmortalizara la “Negra” Sosa: “…préstame tu fusil, que en el norte, la revolución está oliendo a jazmín…”
(Material compilado de “La teniente coronela”, de Mario”Pacho” O’Donnel)